Subtítulo: De las grandes brechas a las soluciones colectivas: una mirada desde las familias, los estudiantes y las escuelas que no se rinden.
“Cuando la educación no es liberadora, el sueño del oprimido es convertirse en opresor.” — Paulo Freire
– Superar no es solo resistir: es transformar
Hablar de dificultades en la educación no es una novedad. Las escuchamos a diario en las noticias, las vivimos en las aulas y las cargan silenciosamente familias enteras. Pero este artículo no busca repetir diagnósticos conocidos, sino visibilizar las estrategias de superación que emergen desde las orillas: esas geografías invisibilizadas donde, a pesar de todo, se educa, se sueña y se transforma.
En la edición anterior de esta revista, propuse comprender la educación rural como un diseño periférico: no como un espacio de carencias, sino como un laboratorio de diversidad, resistencia e innovación social. Ahora, en coherencia con esa mirada, amplio el enfoque hacia las dificultades compartidas entre lo rural y lo urbano popular, reconociendo que las tensiones estructurales atraviesan ambos escenarios, aunque con particularidades.
Desde esta perspectiva, superar no es adaptarse a la adversidad ni romantizar la pobreza. Es construir respuestas colectivas, pedagógicas y comunitarias que resignifiquen las condiciones de vida y aprendizaje. En las siguientes líneas, recorreremos distintos niveles de dificultad —estructurales, escolares, familiares y estudiantiles— para reconocer en ellos no solo el peso del obstáculo, sino también la potencia de las respuestas que nacen desde abajo.
Porque, como nos recuerda Galeano, “las utopías sirven para caminar hacia ellas”. Y en cada escuela rural, en cada barrio urbano periférico, hay pasos que ya se están dando. Este artículo es un intento por escucharlos y aprender de ellos.
- Lo estructural: desigualdades que aún duelen
Colombia, como muchos países de América Latina, convive con una deuda histórica en materia de justicia educativa. Las brechas entre lo urbano y lo rural siguen siendo profundas, pero también emergen nuevas desigualdades —o, mejor dicho, dificultades— dentro de las ciudades, en territorios marginados donde la escuela se sostiene con esfuerzo, pero sin garantías.
Hablamos de zonas sin conectividad, con escuelas sin agua potable o con instituciones educativas que comparten docentes por horas. Niños que caminan dos horas para llegar a clase o adolescentes que deben abandonar sus estudios para ayudar a sus familias. En contextos urbanos, la violencia, el hacinamiento o la desescolarización son retos igual de crudos.
A modo de ilustración, las redes sociales también se han convertido en un espejo incómodo, pero necesario, de estas realidades. Influencers como @elagricultorcol, desde Santa Elena, han visibilizado en Instagram las condiciones en que muchos niños estudian: salones improvisados, techos rotos, caminos imposibles. En uno de sus reels más compartidos, muestra cómo una escuelita rural sobrevive sin agua potable, pero con el compromiso intacto de su comunidad. De igual forma, el contenido compartido por la profe Lucemid, desde la vereda El Ángel en La Naval, da cuenta de lo que implica enseñar y aprender cuando el Estado es ausente pero el amor por educar es abundante. Y pare de contar. Estos relatos digitales no son anécdotas: son evidencias visuales de un sistema educativo que debe mirarse desde los bordes para entender lo que en el centro se ignora.
Pero las desigualdades no son solo materiales: también se traducen en resultados educativos preocupantes. Las más recientes pruebas PISA (OCDE, 2022) revelaron que Colombia ocupa el puesto 58 entre 81 países, con un retroceso notable en competencias matemáticas, científicas y de lectura. Más grave aún: los estudiantes de zonas rurales obtuvieron, en promedio, 100 puntos menos que sus pares urbanos, una brecha que equivale a más de dos años de escolaridad perdida. En las pruebas Saber 11 (ICFES, 2023), esta tendencia se repite: los colegios oficiales rurales se ubican sistemáticamente en los niveles más bajos del país, especialmente en matemáticas y lectura crítica.
Y si miramos más abajo en el sistema, los resultados en básica primaria y secundaria muestran señales de alerta. Según el MEN (2023), 4 de cada 10 estudiantes de quinto grado no alcanzan los niveles mínimos esperados en comprensión lectora, y en zonas rurales la cifra supera el 55%. Esta precariedad del aprendizaje se agrava cuando se exige evaluación estandarizada en contextos desiguales: medir con la misma vara a quienes corren carreras con zapatos rotos.
Las políticas educativas, muchas veces centralizadas y uniformes, ignoran las particularidades de cada territorio. Lo que funciona en una capital, fracasa en un corregimiento. El modelo de evaluación nacional, en lugar de aportar a la mejora, muchas veces se convierte en una forma de exclusión simbólica: penaliza el lugar de origen más que el desempeño real. Superar estas dificultades implica repensar el modelo de gestión educativa, democratizar los criterios de calidad y territorializar la inversión social.
Es desde la estructura que debe nacer la equidad. Sin justicia distributiva, sin presencia estatal efectiva, sin un currículo que reconozca los saberes locales y sin respeto por la diversidad territorial, la superación de dificultades será solo una promesa lejana. Pero también es desde ahí, desde las grietas de ese sistema desigual, donde surgen resistencias que merecen ser contadas.
- Lo escolar: escuelas que hacen lo que pueden (y más)
En los territorios donde el Estado llega de manera intermitente, las escuelas se han convertido en espacios de contención, refugio y creatividad. Aunque muchas veces carecen de materiales, conectividad o incluso docentes en propiedad, estas instituciones resisten, sostienen y reinventan la educación desde lo posible.
He visitado escuelas que funcionan en aulas improvisadas, con docentes que deben enseñar varias asignaturas al mismo tiempo y directivos que, además de liderar procesos pedagógicos, gestionan agua potable, alimentos o materiales didácticos con recursos propios. Estas escuelas son mucho más que centros de aprendizaje: son núcleos comunitarios que se adaptan y crean sin descanso.
En lo urbano también se vive la precariedad: hacinamiento en las aulas, falta de orientadores escolares, violencia externa que se filtra al interior de las instituciones. Sin embargo, también allí emergen experiencias de pedagogía popular, proyectos de arte comunitario, redes entre docentes que se apoyan entre sí para enfrentar la adversidad.
Superar lo escolar no significa solamente mejorar infraestructura o resultados en pruebas estandarizadas. Significa reconocer a las escuelas como espacios vivos, donde se forman sujetos críticos, capaces de transformar sus entornos. Significa también apoyar a los educadores que, con pasión y entrega, siguen enseñando en medio de la tormenta.
III. Lo familiar: cuando aprender también es un acto de supervivencia
Las dificultades que atraviesan las familias en contextos rurales y urbanos empobrecidos condicionan directamente los procesos educativos. La falta de empleo estable, la inseguridad alimentaria, los desplazamientos forzados o la violencia intrafamiliar son factores que erosionan el ambiente necesario para el aprendizaje. Como señala la Unesco (2022), “las condiciones del hogar inciden profundamente en la capacidad de los niños y niñas para aprender y mantenerse en la escuela”.
Sin embargo, en medio de estas dificultades, muchas familias se convierten en los pilares silenciosos del sostenimiento escolar. Madres que, pese a tener que salir a trabajar largas jornadas, se aseguran de que sus hijos asistan a clase. Abuelas que se convierten en cuidadoras y tutoras sin formación formal. Padres que reciclan cuadernos y uniformes para que sus hijos no abandonen la escuela.
Durante la pandemia, estas redes familiares demostraron su capacidad de adaptación. En Colombia, según el informe de la Fundación Compartir (2021), más del 70% de las actividades educativas en zonas rurales fueron sostenidas por madres y cuidadores, ante la ausencia de conectividad o medios digitales. Este dato confirma que, a pesar de las brechas, la familia sigue siendo una aliada fundamental en la educación.
Superar las dificultades familiares no significa solo intervenir desde lo asistencial. Significa también escuchar, reconocer los saberes parentales y acompañar desde una perspectiva de cuidado y justicia social. Como plantea Catherine Walsh (2013), “no hay pedagogía posible sin el reconocimiento del otro como sujeto de conocimiento y dignidad”.
En contextos de exclusión, donde aprender es una conquista diaria, las familias también enseñan. Enseñan resistencia, enseñan ternura, enseñan a sostener la esperanza. Y eso también es educación.
- Lo estudiantil: juventudes que no se rinden
Las y los estudiantes no son solo receptores pasivos de contenidos: son sujetos de derecho, con voz, agencia y una capacidad asombrosa de resiliencia ante contextos adversos. En Colombia, el 40% de los estudiantes de secundaria manifiestan haber considerado abandonar sus estudios (MEN, 2023). Este dato, alarmante pero revelador, desnuda una verdad que hemos normalizado: el sistema educativo no está diseñado para cuidar a quienes más lo necesitan.
Las causas de este fenómeno son múltiples y se entrecruzan: la pobreza estructural, la inseguridad en los territorios, la presión económica sobre los adolescentes, la falta de acceso a herramientas tecnológicas, los estigmas por condición étnica, orientación sexual, discapacidad o neurodivergencia, y un sistema que muchas veces castiga la diferencia en lugar de abrazarla.
En este último punto, el panorama es especialmente grave para los estudiantes neurodivergentes. Según cifras recientes de la organización internacional DISFAM y Familia (2024), más del 60% de los niños y niñas con dislexia en América Latina no cuentan con un diagnóstico formal ni con las adaptaciones necesarias para su aprendizaje. En Colombia, solo el 2% de los docentes manifiesta haber recibido formación específica para acompañar a estudiantes con dificultades específicas del aprendizaje como dislexia, TDAH o trastornos del espectro autista. Esto no es un dato menor, es una señal de alerta.
Mientras países como Argentina, Chile, Uruguay, México e incluso España han establecido leyes específicas de inclusión educativa —con presupuestos diferenciados, adaptaciones curriculares obligatorias, y rutas claras de atención a la diversidad—, Colombia sigue dispersando responsabilidades entre entes territoriales, sin una política nacional consolidada ni un sistema de seguimiento interinstitucional. En el caso de España, la Ley Orgánica 3/2020 (LOMLOE) reconoce la inclusión como principio rector del sistema educativo y promueve medidas específicas para atender al alumnado con necesidades específicas de apoyo educativo, incluyendo a los estudiantes con dislexia, TDAH y otros perfiles neurodivergentes. Este modelo ha sido referencia para organizaciones como DISFAM y Familia, que articulan propuestas desde la sociedad civil con base normativa.
Aunque FECODE ha abogado por la formación en educación inclusiva y la contratación de personal de apoyo, los avances en Colombia aún son dispares, desiguales y altamente condicionados por la voluntad de los gobiernos locales. La falta de lineamientos vinculantes y financiación estable sigue dejando a miles de estudiantes fuera del acceso pleno y efectivo a su derecho a la educación.
No obstante, las juventudes no se rinden. Jóvenes de contextos rurales caminan kilómetros para llegar a clase. Estudiantes de barrios marginales comparten celulares para hacer sus tareas. Adolescentes neurodivergentes crean canales de TikTok y YouTube para explicar cómo aprenden diferente, pero también cómo quieren ser tratados con dignidad. Es ahí, en esa resistencia cotidiana, donde también se gesta el cambio.
Organizaciones como Fundación Pies Descalzos, Enseña por Colombia, o la Red de Liderazgo Juvenil del Caribe están demostrando que sí es posible transformar los entornos educativos. Implementan metodologías centradas en el estudiante, fortalecen su autoestima, promueven la participación y fomentan una ciudadanía crítica. Según el Informe de Evaluación Educativa 2023 del BID, las escuelas apoyadas por estas iniciativas tienen un 30% menos de deserción escolar que las instituciones de su entorno.
Una revisión comparativa entre escuelas públicas de ciudades como Barranquilla revela un abismo preocupante: mientras algunas instituciones gozan de recursos digitales, programas de alimentación escolar y orientación psicosocial, otras operan sin agua potable, sin wifi, sin planta docente estable y sin bibliotecas. Este contraste refuerza que el lugar donde naces no debería definir la calidad de tu educación, pero hoy en Colombia sí lo hace.
Además, el acceso a la educación superior se ha vuelto un filtro excluyente. Solo el 12% de los jóvenes rurales accede a estudios universitarios, frente al 43% en zonas urbanas (DANE, 2022). Y aún entre quienes logran ingresar, las tasas de deserción son altísimas, especialmente entre los estudiantes de primera generación o con discapacidad.
Pero no todo es desesperanza. En el Encuentro Nacional de Juventudes (2024), estudiantes de distintas regiones propusieron la creación de un sistema nacional de alertas tempranas contra la deserción, una línea de apoyo emocional gratuita, y un observatorio juvenil que evalúe la calidad y equidad del sistema educativo desde la perspectiva de quienes lo viven.
Superar las dificultades estudiantiles implica ir más allá del acceso. Exige una pedagogía del reconocimiento (Fraser, 2003), que valore la diferencia como riqueza, y una política pública que escuche a las juventudes no como cifras, sino como protagonistas. También requiere un pacto ético entre Estado, escuela y sociedad: nadie debe ser expulsado simbólicamente del derecho a aprender.
Las juventudes no están esperando que las cosas cambien: están provocando el cambio. Lo mínimo que podemos hacer es abrir caminos donde antes hubo muros.
Línea de tiempo crítica – Educación e inclusión en Colombia (2006–2024)
Para comprender el lento y desigual proceso de inclusión educativa en Colombia, es necesario hacer un ejercicio de memoria crítica. La historia reciente está llena de intentos normativos, propuestas sectoriales y experiencias aisladas, pero también de olvidos estructurales. La siguiente línea de tiempo sintetiza hitos que permiten dimensionar los avances, retrocesos y desafíos actuales de equidad educativa, en especial hacia estudiantes vulnerables, discapacidad o exclusión social.
- 2006 – Se expide la Ley 1098 de Infancia y Adolescencia, que reconoce la educación como un derecho fundamental con enfoque de protección integral.
- 2013 – Decreto 1421 regula la atención educativa a estudiantes con discapacidad en Colombia. Aunque importante, su implementación ha sido lenta y desigual.
- 2017 – Se presenta el Plan Nacional Decenal de Educación 2016–2026, con énfasis en equidad, sin avances reales en política inclusiva.
- 2020 – La pandemia por COVID-19 expone la fragilidad del sistema: más de 300 mil estudiantes abandonan la escuela por falta de conectividad (MEN, 2021).
- 2022 – Se discute una propuesta nacional de política pública de educación inclusiva; sin embargo, no se aprueba por falta de consenso institucional.
- 2024 – En el Encuentro Nacional de Juventudes, estudiantes de todo el país proponen una red de alertas tempranas, una línea de apoyo emocional y un observatorio juvenil de calidad educativa.
Como educador rural y urbano, investigador y ciudadano comprometido con la justicia social, no puedo leer esta línea de tiempo sin sentir una profunda incomodidad. Cada año registrado ahí representa no solo un avance normativo o una propuesta fallida, sino una deuda viva con miles de estudiantes que han sido excluidos, invisibilizados o simplemente olvidados por un sistema que aún no los nombra ni los prioriza.
Lo que más duele no es la ausencia de leyes —porque las hay—, sino la desconexión entre la norma y la realidad cotidiana de las escuelas periféricas. He caminado veredas donde la palabra “inclusión” suena lejana, donde la conectividad es un privilegio, y la presencia institucional, intermitente. He acompañado a estudiantes neurodivergentes que tienen que “adaptarse” al sistema, en lugar de que el sistema se adapte a ellos. Y he visto cómo madres, docentes y líderes comunitarios resisten a diario, sin recursos, pero con convicción.
Esta línea de tiempo, más que una cronología, es un llamado urgente a la memoria crítica y a la acción ética. No podemos seguir normalizando la desigualdad como si fuera parte inevitable del paisaje escolar. Es hora de dejar de hacer reformas desde los escritorios del centro y empezar a construir desde las voces de quienes educan y aprenden en los bordes. Porque cada política no implementada, cada presupuesto postergado, es una oportunidad perdida para que la educación sea verdaderamente un derecho, y no un privilegio.
Historias desde el territorio: superar también es narrar lo vivido
Durante mi paso por el proyecto Jóvenes Pazíficos en el Departamento del Huila, fui testigo de cómo el arte, la mediación de conflictos y la pedagogía para la paz pueden convertirse en motores de transformación real. Jóvenes en condiciones de alta vulnerabilidad —algunos desvinculados del conflicto armado, otros marcados por la pobreza estructural— encontraron en la escuela un espacio para resignificar sus vidas. A través del trabajo liderado por la Asociación Somos Capaces, acompañamos procesos de formación en resolución de conflictos, escritura de la memoria y liderazgo juvenil.
Recuerdo particularmente a una joven del Dindal, desplazada junto a su familia, que encontró en el teatro comunitario una herramienta para contar su historia sin miedo. O al grupo de estudiantes campesinos que diseñaron su propia ruta pedagógica sobre cultura de paz desde sus saberes ancestrales. Estos no son casos excepcionales: son ejemplos del potencial que florece cuando la educación se articula con la vida, el territorio y la dignidad.
Superar dificultades no es un ejercicio de heroicidad individual. Es el resultado de vínculos que se tejen entre organizaciones de base, docentes sensibles, líderes comunitarios y estudiantes con sueños que se niegan a morir.
Superar dificultades en la educación no debe seguir siendo responsabilidad exclusiva de quienes habitan la adversidad. La resiliencia, si bien admirable, no puede convertirse en una excusa para perpetuar la negligencia estructural. Educar con dignidad no puede depender del sacrificio individual de estudiantes, docentes o familias.
Las soluciones están en marcha: se gestan en aulas rurales, en escuelas comunitarias urbanas, en redes familiares que sostienen el aprendizaje con amor, y en juventudes que no esperan permiso para cambiar su realidad. Pero falta el otro lado: una política pública decidida, una inversión sostenida, un Estado presente con justicia distributiva y enfoque territorial.
Este artículo no cierra con recetas mágicas, sino con una invitación ética: escuchar más, acompañar mejor, garantizar lo mínimo y celebrar lo posible. Colombia no necesita más diagnósticos, necesita compromisos reales con la equidad.
Y, sobre todo, necesita no olvidar esta verdad simple pero poderosa: donde hay dificultad, también hay semillas de transformación. Solo hace falta cuidarlas para que florezcan.
Recomendaciones para avanzar hacia una educación más justa
Desde estas voces, vivencias y vacíos estructurales, se desprenden algunas recomendaciones urgentes para que el derecho a la educación no siga siendo un ideal aplazado, sino una realidad compartida:
- Territorializar la política educativa nacional
Adaptar planes, currículos y recursos según las realidades de cada región, especialmente en zonas rurales, indígenas, afrodescendientes y urbanas periféricas.
- Revisar el enfoque de las pruebas estandarizadas
Reformar los instrumentos de evaluación (como Saber 11 o PISA) para que valoren el contexto, la diversidad y los saberes locales, y no penalicen la precariedad estructural.
- Fortalecer la formación docente en inclusión y diversidad
Implementar procesos obligatorios y continuos sobre educación inclusiva, neurodivergencia, justicia curricular y enfoque diferencial desde la formación inicial.
- Asignar recursos con enfoque de justicia distributiva
Priorizar instituciones con mayores índices de pobreza, ruralidad y exclusión, garantizando conectividad, infraestructura, bienestar psicosocial y materiales pedagógicos.
- Consolidar un sistema de alertas tempranas contra la deserción
Articular familias, docentes y entidades estatales para prevenir la desvinculación escolar mediante acompañamiento integral, no castigo.
- Visibilizar, financiar y escalar experiencias significativas
Replicar y reconocer modelos exitosos liderados por docentes, ONG, redes comunitarias y colectivos estudiantiles que ya están transformando realidades
Sobre Reiner Yesid López Charris
Nació en Maicao, La Guajira (Colombia). Es docente de Educación Física, Recreación y Deportes, egresado de la Universidad de Pamplona, y especialista en Pedagogía y Docencia. Investigador, gestor comunitario y promotor de procesos educativos inclusivos en contextos rurales y urbanos del Caribe colombiano.
Hace parte del semillero AIDUA de la Universidad de La Sabana, donde participa en el proyecto Vida Laboral en el Autismo. Es investigador en proyectos de la Bayrón Becerra Foundation y fellow del programa internacional OMLATAM 2025, una red global de liderazgo transformador en América Latina y el Caribe.
Ha sido mentor y alumni del Programa Jóvenes Pazcíficos, desde donde acompaña procesos formativos en resolución de conflictos, liderazgo juvenil y construcción de paz en territorios históricamente excluidos.
Su trabajo articula cultura, sostenibilidad y justicia social como pilares para repensar la escuela desde las periferias. Actualmente se desempeña como vocal de la organización internacional DISFAM y Familia en Colombia, promoviendo la inclusión educativa de personas con dislexia y otras neurodivergencias.
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