(Narración de una experiencia vivida en 2018)
Salí de la librería y miré mi nueva adquisición para mis hijos: «Minecraft: guía básica». Un libro ilustrado para niños en el que se explica la lógica del videojuego, se dan consejos para sobrevivir y se incluyen muchas recetas para fabricar objetos. Estaba segura de que, a mis niños de 11, 10 y 9 años que nunca habían ido a la escuela, les encantaría y los motivaría a leer.
Verlos leer un libro –aunque fuera sobre un videojuego– ayudaría a compensar mi ansiedad de verlos jugar durante tantas horas sin hacer nada productivo ni «educativo». Sin mencionar los muchos conflictos que surgían en el juego y que para mí eran tan difíciles de mediar, ya que involucraban objetos y situaciones virtuales:
–¿Por qué estás llorando?
–Perdí mi espada de diamante… y se murió mi lobo que había domesticado.
–Bueno, pero no son cosas reales, ¿o sí? Puedes conseguir otros. No pasa nada.
A pesar de mi fastidiosa insistencia, no logré que leyeran el libro. Como muchos otros, se quedó arrumbado en el librero.
Tiempo después, me invitaron a jugar con ellos. Yo no estaba tan segura. Para jugar con niños necesitas hacer tus ocupaciones a un lado y prestar toda tu atención; solo así puedes entender las reglas del juego y jugar bien. Sinceramente, no se me antojaba mucho. Prefería escuchar sus risas a lo lejos mientras que yo seguía en mis propios asuntos.
–¡Ándale, mamá! ¡Ven a jugar! Para que veas lo que podemos hacer.
No pude resistirme más. Sus caritas se iluminaron cuando me vieron prender la computadora y ponerme los audífonos. Ellos me instalaron la aplicación, me crearon una cuenta, nos conectamos a través de un chat con voz y finalmente estábamos listos para jugar.
Lo primero que vi fue un paisaje inmenso: un cielo azul con nubes sobre un mar muy realista rodeado de montañas, y un extenso bosque lleno de árboles, arbustos, flores… todo hecho con cuadraditos y cubos 3D, una especie de construcción con legos, pero virtual. Me pareció muy bello.
Me dieron las instrucciones básicas para hacer que mi personaje caminara, corriera y abriera su inventario. Más de 5 teclas y tres botones del mouse que debes controlar al mismo tiempo. Mis dedos se movían con torpeza, como los de una niña pequeña que apenas está aprendiendo a coger el lápiz; tenía que voltear a ver las teclas a cada paso que daba. Me sentía mareada. Los objetos a mi alrededor se veían demasiado cerca y con un leve movimiento del mouse todo el mundo se ponía al revés.
Jugar Minecraft no es fácil para una señora de 40 años que a duras penas jugó Mario Bros en su infancia. Después de una hora en el juego, no había logrado que mi personaje avanzara más de diez pasos. Esta nueva aventura requería demasiado esfuerzo y concentración. Me empezó a doler la cabeza.
–Ya me cansé. Yo creo que mejor ya me voy a salir.
–Está bien, mamá, mañana podemos jugar otra vez.
Menos mal que esto no era un curso convencional en el que era obligatorio quedarme aun cuando ya no tuviera ganas.
Al día siguiente volvieron a invitarme. Yo tenía cosas que hacer, y, sinceramente, no tenía ganas de regresar. El día anterior me había sentido muy tonta. Me costaba trabajo aprender esa nueva habilidad y no le veía el caso. No era el tipo de entretenimiento que yo buscaría si no los tuviera a ellos.
Pero los tenía.
Esa era la única razón de hacer todo ese esfuerzo: pasar tiempo con ellos, tener un punto de conexión. Valía la pena el esfuerzo de aprender algo nuevo por más difícil que fuera. Me sacudí la desgana y volví.
Ese día logré regular el movimiento de mi muñeca para ubicarme al centro de la pantalla y mantenerme allí, donde veía los árboles al derecho.
–Bueno, ¿y de qué se trata el juego? ¿A dónde tenemos que ir o a quién tenemos que salvar?
¿Dónde están las instrucciones?
–Tú puedes hacer lo que quieras, mamá. Esto es un mundo como el mundo real. Necesitas encontrar materiales para hacer una casa, herramientas, armas. También tienes que buscar comida y cuidar que no te maten los monstruos.
–Pero yo todavía no sé caminar bien, ¿cómo voy a hacer todo eso?
-Si quieres quédate aquí para seguir practicando. Nosotros vamos a ir a la cueva a explorar.
Me construyeron un área cerrada para que estuviera protegida mientras ellos no estaban. Me quedé como un bebé en su corralito practicando mis habilidades básicas de caminación. Me sorprendía la agilidad con la que ellos se conducían en ese mundo desconocido y la naturalidad con la que sabían actuar, sin ningún tipo de instrucción. ¿Quién les había enseñado qué hacer y cómo hacerlo?
Cuando regresaron me compartieron algunos de los materiales que habían traído y me enseñaron a craftear. La palabra correcta sería «fabricar», pero todos los niños dicen craftear. Talé un árbol y guardé los cubos de madera en mi inventario, que, según me explicaron, lo traía en el pecho. Luego tomé dos palos y tres tablas. Los acomodé en la cuadrícula esa, y al pulsar un botón, salió un hacha de madera. Mi primera creación, qué orgullo. Luego acomodé dos tablas y un palo, todo en línea vertical y salió una espada de madera. Con mis nuevas herramientas podría salir a conseguir mis propios materiales para hacer más objetos, construir mi casa, conseguir comida… por fin un poco de autonomía dentro de este mundo en el que era tan torpe y dependiente. Empecé a caminar y a caminar y a caminar hasta que… la pantalla se puso roja y ya no veía el mundo.
–¿Qué pasó? ¿Por qué ya no los veo?
–Mamá, te caíste a un barranco.
–¿En serio? No me di cuenta. ¿Y dónde estoy?
–Estás muerta, tienes que darle aceptar para que regreses.
Varios minutos después…
–Ya regresé. ¿Y dónde está mi hacha? ¿Y mi espada? Ya no las veo aquí.
–Toma. Aquí están.
–¿Por qué me las quitaste?
–No te las quité. Las recogí para que no las perdieras. Cuando te mueres se pierde todo lo que tengas en tu inventario; por eso, cuando salgas, lleva solo lo necesario y deja lo demás guardado en un cofre.
Descubrir que en este mundo no solo era mortal, sino que además podía perder las cosas que me habían costado esfuerzo, me hizo conducirme con un poco más de precaución. ¿O miedo? Como estábamos en plena construcción de nuestras casas, necesitábamos muchos materiales. Los niños se iban de expedición casi todos los días, pero yo prefería utilizar los materiales sencillos que podía conseguir en los límites de nuestra comunidad.
Un día vi que estaban poniendo vidrios en sus ventanas.
–Wow, ¿dónde se consigue el vidrio?
–Fundiendo arena en el horno. Solo necesitas mucha arena y carbón o madera para usar como combustible.
Mi casa ya estaba completamente terminada, pero había quedado muy oscura porque no tenía ninguna ventana. Pensé que unos ventanales enormes le darían un toque elegante y dejarían pasar mucha luz. Tenía miedo de ir a explorar, pero realmente quería fabricar vidrio. Respiré hondo e hice un plan cuidadoso: «salir mañana temprano para regresar antes del anochecer, guardar todas las herramientas en el cofre, cerrar la puerta para que no se meta alguna criatura peligrosa, no olvidar la pala, la espada, algo de comida…»
Me encaminé a la playa y paleé, paleé y paleé hasta que llené todo mi inventario de arena. Cuando terminé, el sol comenzaba a ponerse. Era hora de regresar a casa. Caminé mucho, pero no lograba ubicar nada conocido. El sol ya casi se ponía por completo y todo se oscurecía. En medio del bosque los ruidos de la noche comenzaron a hacerse más audibles. Podían salirme zombis y atacarme, o un esqueleto podía lanzarme una flecha, o una araña podía saltarme encima… comencé a sentir mucho terror, como si de verdad estuviera perdida en un bosque real. Con risotadas de nervios les pedí ayuda a los niños.
–¿Dónde estás?
–Pues no sé, me fui a la playa y según yo, me regresé por el mismo camino, pero ya no encuentro nada, estoy en medio de un bosque. ¡Tengo mucho miedo!
–¡No te muevas, mamá, ya te vi! Hay varios zombis cerca de ti, les voy a lanzar flechas. Escóndete aquí para que no te pase nada, nosotros los mataremos.
Yo no sé cómo le hacían para encontrarme. Cerca de ellos me sentía a salvo y a la vez intimidada por lo rápido que se movían, lo bien que conocían todos los lugares y la valentía con la que luchaban contra los monstruos. Internarme en ese mundo con ellos, automáticamente hacía que los papeles se intercambiaran: yo era la recién llegada, la principiante, la que tenía que aprender, mientras que ellos eran los experimentados, los maestros, los protectores.
Durante nuestras primeras sesiones de juego, mis maestros de Minecraft me sugirieron que leyera el libro aquel que les había comprado hace tiempo.
–Para que tengas más tips y entiendas cómo funciona todo aquí, mamá.
Les hice caso y leí algunas partes, pero no todo. Me ganaba la pereza y el libro seguía acostado en el librero.
–Oigan, ¿cómo me dijeron que se hacía un horno?
–Ocho bloques de roca puestos alrededor.
–Ah, sí, gracias.
–Oigan, ¿y para hacer antorchas?
–Un palo y un carbón.
–Ah, de veras, gracias.
–Tal vez te ayudaría leer el libro, mamá. Allí vienen muchos tips.
Agradecí que estos maestros no fueran como los que tuve en la escuela, y que, a pesar de hacerles la misma pregunta una y otra vez, me siguieran respondiendo con paciencia y entusiasmo sin condicionar mi avance a que leyera el libro o aún peor: a que les hiciera un resumen o un ensayo.
Después de un mes de pasar dos o tres horas diarias en Minecraft, ya me sentía bastante familiarizada con este mundo lleno de posibilidades. En él puedes crear la casa de tus sueños, ser dueño del mejor negocio del mundo y tener todas las mascotas que quieras; sin mencionar que el agua es infinita y no necesitas ir al baño. Les dije que quería aprender a hacer cultivos y me enseñaron. Nunca pensé que me gustaría tanto cultivar hortalizas y criar animales para participar en la economía de nuestra civilización.
Me la pasaba sembrando, cosechando y cocinando. Como a mí me daba miedo salir a explorar, adopté la labor de cocinar y llenar los cofres de comida para que ellos no perdieran tiempo en eso y pudieran dedicarse a minar. Lo curioso es que, pudiendo ser lo que quisiera en un mundo virtual —una guerrera, una exploradora, una inventora de mecanismos—, terminé haciendo lo mismo que en la vida real: creando alimento para todos. Horneaba pan, papas, tartas de calabaza… Mis hijos venían por su comida pixelada y salían otra vez a luchar contra zombis. Yo me quedaba lavando platos imaginarios, revisando mis cultivos y planeando la siguiente comida. Ver todos esos cultivos ficticios dando fruto, tener los cofres bien abastecidos de comida virtual y saber que mi trabajo era útil para los demás, me producía una satisfacción extraña.
Un día estaba en los corrales alimentando a los borregos y a las gallinas cuando vi, con horror, un creeper dentro de mi propiedad. Sin darme cuenta había dejado la puerta abierta y esa horrenda criatura rectangular sin brazos había logrado entrar. Sus oscuros ojos cuadrados sin vida me miraban fijamente. Cuando los niños vinieron a ayudarme ya era demasiado tarde: el creeper empezó a inflarse, hizo su típico «sssss» y explotó frente a mí, llevándose media casa y casi todo mi cultivo de zanahorias. El trabajo de muchos días estaba completamente destruido. Tuve ganas de llorar.
–No te preocupes, mamá, te vamos a ayudar.
Me regalaron de sus materiales. Me ayudaron a reconstruir mi casa. Juntos sembramos más zanahorias. Ellos entendían mi pérdida y mi frustración… aunque fueran cosas virtuales. Recordé todas aquellas ocasiones en las que les había respondido desde mi sapiencia adulta, pensando que los niños necesitan desarrollar tolerancia a la frustración.
Semanas más tarde, cuando nuestras casas ya estaban a nuestro gusto y teníamos todas nuestras necesidades suplidas, se nos ocurrió construir un centro comercial. Cada uno puso un negocio distinto: venta de comida, de herramientas, un parque de diversiones… uno de los niños tuvo la gran idea de poner una biblioteca.
–¿Aquí se pueden crear libros?
–Sí, mamá, con cañas de azúcar se crea el papel, y si lo mezclas con cuero salen libros.
–¿Y se puede escribir en ellos?
–¡Sí!
No tenía idea de que eso era posible en el juego. Inmediatamente me dirigí a mis cultivos de caña y fabriqué algunos libros. Me di cuenta de que cada uno tiene capacidad para escribir un texto de unas 400 palabras, lo que equivale como a media hoja normal. Fui a ver cómo iba la construcción de la biblioteca y para mi sorpresa, ya estaba casi terminada. Era un lugar muy elegante con alfombras, lámparas, sillones y muchos cofres alrededor que contenían todos los libros. Los clasificaron por géneros: historias de aventuras, de humor, tutoriales… Estaba ansiosa por leer lo que habían escrito. Me acomodé en un sillón y empecé a abrir sus libros. Me quedé fascinada. Eran historias sencillas, muy chistosas y bastante bien escritas. Algunas en inglés y otras en español, con buena ortografía y redacción. Los tutoriales explicaban cómo hacer mecanismos complejos o cómo conseguir materiales muy raros. ¿Cómo se les había ocurrido esa idea?
Cada vez que alguien terminaba de escribir un nuevo libro, lo anunciaba: «¡Oigan, ya terminé de escribir mi libro, vengan a leerlo!», y los demás corrían a la biblioteca.
Me daba risa pensar que mis hijos se metían a Minecraft ¡a escribir y a leer!, cuando en la vida real me costaba tanto trabajo motivarlos a que hicieran precisamente eso. La diferencia aquí es que había sido su idea: escribir esos libros tenía sentido para ellos.
Han pasado varios meses desde que empecé a jugar. Todavía me cuesta trabajo alejarme de mi casa sin perderme, montar a caballo o pasar por puertas muy angostas (nunca le atino), pero ya puedo sobrevivir en este mundo y ser útil. Incluso estoy ayudando a mi sobrina pequeña a dar sus primeros pasos en Minecraft. Nada de esto habría sido posible sin la paciencia y la consideración de mis niños. El hecho de que no tengan ninguna expectativa sobre mi aprendizaje me ha dado la libertad de aprender lo que yo voy necesitando, sin presión ni exigencia.
El libro sigue en el librero, pero la ansiedad se ha ido. Sé que cuando tenga sentido para ellos, van a adquirir los recursos necesarios para abrirse paso por la vida. Y durante ese proceso quiero estar muy cerca, con paciencia y empatía, como ellos lo estuvieron conmigo.
Sobre Priscila Salazar
Mamá de 3 jóvenes, traductora, escritora y orientadora de papás.. Educar más allá de la escuela ES POSIBLE. Desde 2011 escribe en su blog: Supraescolar, donde puedes saber más de esta perspectiva educativa. Libro Aprendizaje Supraescolar~Una perspectiva más allá de los paradigmas escolares, @supraescolar
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