En el diccionario de la Real Academia de la Lengua, la palabra “problema” se define entre otras cosas como: “Conjunto de hechos o circunstancias que dificultan la consecución de algún fin.” Cuando se trata de la educación de nuestros hijos esto parece ser un estado constante de las cosas. El sistema Estado, a través de mecanismos llamados instituciones, establece unos lineamientos sobre el deber ser de los ciudadanos. Ser ciudadano, lo dicen los estudios poscoloniales, es pertenecer a un grupo muy específico de características, por ejemplo: ser letrado en una lengua reconocida por el sistema, ser hombre quizás en eso hemos avanzado un poco y ahora también se puede ser mujer, eso sí heteronormado, y de imaginario blanqueado. Los niños, en cualquier caso, no nacen así para que lleguen a ser estos ciudadanos esperados hay que educarlos. E incluso rotularlos y medicarlos para lograr dicho fin.
Educar es entonces estandarizar, clasificar y normalizar a los seres vivos de la especie humana para hacer de ellos un producto esperado y esto se quiera o no conlleva “problemas”. Estoy casi segura, existe un caso francés del cual no logro recordar el nombre, pero casi con seguridad aun si, hoy en día, no le enseñáramos a leer a un niño que cotidianamente está inmerso en un mundo letrado y lleno hasta los bordes de nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC´s) el niño por puro instinto de supervivencia aprendería a leer. Así como usar el baño y comer con cubiertos (biopoder).
Sin embargo, o por lo mismo (biopoder), los padres nos desvivimos para dar a nuestros hijos la “mejor educación posible”. Se nos va gran parte de la vida en ello. Hay un miedo casi patológico a que nuestros hijos al no hacer aquello que se manda desde el sistema para ser “el ciudadano modelo”, van a estropearse sin remedio. Es por esto por lo que los levantamos por la fuerza y de mala gana para que vayan a lugares donde no siempre quieren estar, a hacer cosas que no son realmente vitales, les restringimos sus hobbies porque nadie vive de hacer cosas que lo hagan feliz (algunos sí, pero son pocos privilegiados fuera de la estadística). Convertimos su vida en un problema del futuro y les secuestramos el presente por su propio bien.
¿Cómo resolver este problema? Imagino que necesitamos bajar el ritmo y respirar un poco. Preguntarnos seriamente qué tan cierto es este mito sobre el deber ser que continuamos vendiéndonos a nosotros mismos y a nuestros hijos sobre el sentido de la vida en función de la adaptación a un sistema que en todo caso ya no los abarca. Un mito que cumple 500 años. Profesionales desempleados, hay tantos, hoy en día, que ser emprendedor se puso de moda y, sin embargo, tampoco llega a ser una solución.
Hay también problemas de otra índole, esos realmente más serios y determinantes en el futuro de los individuos y del planeta. El problema de las relaciones personal. En el afán por llenar los zapatos del ciudadano, tuvimos que renunciar a la existencia de nuestra naturaleza. Los sentimientos, las emociones y todo aquello que no fuera tangible, medible y racional fue dejado fuera del proyecto, mucho de esto considerado dentro de lo que corresponde a lo femenino del mundo, en parte porque no se encontraba funcional al mismo y en parte porque no se entendía. La psicología, la última de las ciencias sociales en entrar al mapa, aparece a principios del siglo XX y entra por la puerta de atrás sin hacer mucho ruido. Todavía hoy circulan memes con imágenes de chancletas que se rotulan con frases como “el mejor psicólogo” haciendo burla de lo que son los procesos psicológicos en el ser humano e incluso “marica” o “afeminado” siguen siendo cualidades negativas de los individuos, una visión conductista y plana del universo humano y del universo en general según viene a contarnos apenas recientemente la neurociencia.
El miedo es entonces a que nuestros hijos no entren en el sistema, que por no estudiar una carrera profesional terminen consumiendo drogas o robando en una esquina. Así funciona nuestra mente: Si A no hace B va a terminar siendo C. Pero somos mucho más complejos que eso y lo que parece que termina sucediendo es que A hace B para complacer a D y que lo deje en paz (resuelve el problema) aun si con los años termina sumido en un complejo conflicto por sentir que perdió su vida y su tiempo tratando de complacer a otros mientras lidiaba con su propio deseo de ser.
Porque para completar el drama, el sistema nos hizo creer ciegamente que o es ahora o es nunca. Si no estudias hoy el sexto bachillerato y lo que sea que allí se hace tan vital para la vida, no podrás hacerlo nunca más. Ya nunca más podrás alcanzar tu potencial o comerte la sopa. Si no lo haces entre las 12 m y las 2 pm ya no será. Tampoco es cierto. Si hoy no aprendes cálculo diferencial y llega un momento en la vida en que lo requieras para algo, podrás aprenderlo entonces. Este temor estaba justificado por una antigua y obsoleta creencia según la cual cada humano nacía con un número finito de neuronas y que las mismas solo podían desarrollarse durante cierta etapa, la niñez. Por tanto, desde cierto punto lo que no se hubiera hecho ya estaría perdido. La neurociencia, gracias a los descubrimientos de la física cuántica, ha probado que las neuronas no son finitas y que sí se reproducen. Que, adicionalmente, mantenerse en constante estado de aprendizaje las hace crear constantemente nuevas formas de comprender el mundo (neuroplasticidad) y que tampoco existe una forma única de aprender (inteligencias múltiples).
Por lo que en síntesis no hay realmente una razón sostenida que justifique el maltrato que el sistema mundo/moderno colonial hace quinientos años llamó educación y que en la relación entre padres e hijos se hace un eterno problema. No es garantía de nada para nadie. A excepción quizás de algunos traumas y la pérdida invaluable de un tiempo que no volverá para los hijos y para los padres. Hoy, más que nunca, el futuro es incierto. Solo resta abrazarse al presente con toda la pasión posible y disfrutarlo, porque como dice Hu Wei la tortuga sabia de Kung Fu Panda el presente es el regalo.
Serán necesarios los límites como en todas las relaciones, sin duda, pero estos habrán de ser justamente negociados y comprendidos por las partes. Si el niño no quiere comer, no es un capricho, es un lenguaje. Es vital que, como padres, educadores, cuidadores, empezamos a entender que el niño no viene vacío. Hay que liberarse de una vez por todas de esa idea colonial de que el niño es un costal idiota al que si no aleccionamos morirá irremediablemente.
Sobre Laura y Carlos
Laura Marcela Cabeza Cifuentes
Promotora de lectura /Poeta y Escritora, Antropóloga
Magíster en Literatura, Estudios de Especialización en Psicología Transpersonal
Carlos Andrés Henao Bejarano
Ver todas las entradas de Laura y CarlosAsesor Educación en casa, Sociólogo, Magíster en Educación
Estudios Formador Respiración Holotrópica